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Donostia-San Sebastián. ““La Consti””: comienzo y fin

Juan AGUIRRE SORONDO

“En San Sebastián, todo empieza o termina en la Plaza de la Constitución”, escribió un cronista de la vida donostiarra intentando desentrañar, con un algo de geometría emocional, la serena vivacidad de un pueblo descuitado y orgulloso a despecho de las tropelías de la Historia. Y no le faltaba razón: alfa y omega, cara y cruz, cielo e infierno confluyen siempre en esta síntesis rectangular que hasta lo más opuesto e irreconciliable armoniza bajo el manto común del donostiarrismo.

La Plaza de la Constitución se llamó Nueva al nacer, allá por 1722, en el centro de una ciudad amurallada, comercial y constreñida por la disciplina cuartelera que imponía su función de plaza fuerte. Gracias a ella sus fiestas, mercados y todas las iniciativas del llano no dependieron ya de la venia de la tropa —como así ocurría en la Plaza Vieja, al pie de la Puerta de Tierra—. Aquí, en la Plaza Nueva, lejos de las murallas y de los cubos, erigió el pueblo su sanctasanctórum alzando para mayor evidencia un edificio consistorial barroco pero no estridente.

Ilustración: Josemari Alemán

Ilustración: Josemari Alemán.

En menos de un siglo el joven zoco fue escenario de mil celebraciones y de más de un azote. Con ojos de dovela vio a sus hijos comerciar, divertirse, guerrear y también pasmarse ante la milagrosa intervención de la Virgen del Coro contra las llamas que lo devoraban una noche de enero de 1738. Sirvió de asiento para la guillotina de los convencionales franceses en 1794, y finalmente el fuego —enemigo jurado de la ciudad—, fuego de infames antorchas que se decían “liberadoras”, acabó incinerándola en el verano de 1813.

Todo empieza o termina en la Plaza de la Constitución. Restaurada la independencia, quiso el rey echar tierra sobre lo pasado con tres paladas encima de la primera piedra del futuro Consistorio en una plaza que empezaba lentamente a restañarse de tanta fatalidad. Todavía ha de dormir en los hondones del viejo palacio concejil aquel cilindro conmemorativo con la “Guía de Forasteros”, junto a un poema alusivo y el acta del Ayuntamiento agradeciendo a Fernando VII dignase con su presencia a la nueva construcción “por ser edificio de imprescindible necesidad, y para tener Casa donde guardar el Real Decreto de 1816” (como “floritura versallesca” definió Ignacio Pérez-Arregui esta alusión al documento oficial por el que el Deseado se declaró “protector” de la reconstrucción de San Sebastián). Por una vez, y sin que sirviera de precedente, cumplió el Borbón con su palabra y llegaron fondos para reedificar la ciudad.

Se rehízo pero, a decir verdad, con escasa imaginación y excesivos prejuicios. Un magnífico arquitecto municipal, Pedro Manuel Ugartemendía, hubo de encajonar uno tras otro sus audaces proyectos para la nueva San Sebastián ante el empeño de los propietarios por mantener la antigua disposición del casco. Y en lugar de aquella Plaza Nueva octogonal con aperturas en forma de estrella, tan lejos de toda tradición como avanzada sobre las necesidades del nuevo siglo, se reprodujo la planta original de su antecesora aunque con mayor amplitud y homogeneidad.

Al esfuerzo de Ugartemendía vino a sumarse el del aragonés Silvestre Pérez, otro destacado representante de la arquitectura neoclásica española, con las trazas de la nueva Casa Consistorial. Ese palacio que sobre arquerías se levanta en dos pisos recorridos por media docena de columnas dóricas, y rematado con el escudo de la ciudad, se le antojaba a Dunixi “viejo y tristón”. Pero aun compartiendo en parte la sensación del cronista, nada impide apreciar la vigorosa y severa belleza del clasicismo decimonónico que la construcción ejemplariza: toda una forma de pensar y de entender el lugar de la ciudad en el tiempo. Y ahí sigue, impávida, serena, como un templo antiguo cargado de simbolismo, con sus piedras sillares de las canteras de Mutriku, Tolosa, Ulia e Igeldo firmemente asentadas sobre casi dos de siglos de vida donostiarra.

Porque aquí, en la Plaza de la Constitución, todo empieza o termina. Durante décadas no hubo fiesta en la capital que no pudiera contemplarse desde sus 147 balcones numerados. La principal, ¡por supuesto!, las carreras de bueyes ensogados, la popular sokamuturra, plato fundamental de cualquier jolgorio que se preciara, al extremo de armarse escandalosas trapatiestas cuando se decidió su traslado fuera de la Constitución en 1872, y casi una tragedia a su prohibición el año 1902. Y cómo debían de divertirse los contemporáneos de la primera mitad del XIX cada vez que había corrida de toros en la plaza que hasta los más pobres pujaban por un palmo de balcón o un asiento en las tribunas de madera, con el democrático consuelo de que en materia taurina no había privilegios para autoridades civiles ni militares (aunque sí gozaban de un generoso descuento).

Ilustración: Josemari Alemán

Ilustración: Josemari Alemán.

Antes, ahora y después, pan y txistorra por Santo Tomás para despistar el primer frío invernal: es ley sagrada en esta ciudad. Aunque se lleven txoznas al Puerto o se extienda la fiesta hasta el mercado de la Bretxa o incluso más lejos, durante la feria mayor todo es periferia en Donostia fuera de las cuatro bocas de la Plaza. Todavía más: difícilmente podría ya imaginarse el redoblar y barrilear de la medianoche del 20 de enero sin la audiencia de estos muros. Un día al año el pueblo de San Sebastián, con briosa enjundia, se congrega allí donde todo comienza y acaba; durante veinticuatro horas la Plaza vuelve a sentirse, como antaño, claustro materno al calor del paternal Consistorio. Entonces se hace patente que, mientras donostiarras haya, la Plaza de la Constitución será el alma de la ciudad y el noble edificio, su cabeza.

Tanto da que ensanches y ampliaciones hayan desplazado el centro comercial y administrativo hacia el sur; que algunas conmemoraciones y festejos tengan otros escenarios; que se hayan ido cerrando aquellos singulares comercios que justificaban el paseo de “los elegantes” bajo sus arcadas. Mientras el corazón festivo, el genuino sentimiento koskero siga palpitando en y alrededor de La Consti. Donde todo comienza o acaba...

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